Me ha encantado el último trabajo de Fernando Aramburu. Lleno de sentimiento, muy emotivo, sin alargarse más de lo preciso y con un elemento lleno de originalidad.
Ese elemento es el diálogo del texto con el lector, en el que el propio texto te cuenta cómo, quién y cuándo se escribió la novela, si se cortó una parte, si los personajes son reales, si le parece bien lo que se cuenta y cómo... Y eso, además de ser muy novedoso, aporta ligereza a la novela.
Aramburu recuerda lo que ocurrió el 23 de octubre de 1980, cuando murieron 50 niños de entre cinco y seis años y tres adultos por la explosión de gas que tuvo lugar en un colegio público. A raíz de este suceso, el autor vasco se adentra en el dolor de unos padres y de un abuelo, ya viudo, para quien su nieto se había convertido en el motor de su vida.
Una novela costumbrista en la que retrata la vida de una familia de clase trabajadora, que vive en un pueblo donde todos se conocen y todos hablan de todos. Aunque el ser humano crea que ya ha tocado fondo, el sufrimiento siempre puede ir a más. Poco a poco, el autor va desnudando el alma de los protagonistas, y muestra cómo cada uno utiliza o inventa cualquier arma para intentar amoldarse al dolor y continuar viviendo con un motivo, real o ficticio, que le ayude a superar la pena.
Te la recomiendo, porque sin extenderse demasiado y con una prosa magnífica es una historia llena de sentimientos, humanidad y sufrimiento, con unos personajes entrañables.
Después de dejar a medias Los vencejos bastante decepcionada, volver a apostar por el autor de Patria ha merecido la pena.
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