Tiene muchos ingredientes para convertirse en el libro del verano: le ha servido a Donna Tartt para hacerse con el premio Pulitzer; tiene cerca de mil páginas: perfecto para las vacaciones, y la crítica lo pone muy bien: alguna asegura que encuentra similitudes con Charles Dickens (...). Pero no me ha convencido.
Arranca genial, el principio promete. Pero a partir de la segunda parte decae, y le cuesta levantarse.
Lo definiría como un libro de altibajos: picos buenos, que son los que te enganchan, y otros que aburren; sobran reflexiones y sobran páginas sobre todo a partir de la segunda parte.
El prota pierde a su madre con sólo 13 años en una explosión en un museo, donde decide llevarse una obra de arte flamenca, El jilguero. Allí también conoce a su gran amor y al anciano que en cierto modo salvará su vida.
No está mal, claro que no. Sus personajes están perfectamente perfilados; encuentras descripciones de ciudades como Nueva York, Las Vegas o Amsterdam; te topas con una familia pija y la sociedad neoyorkina más refinada, pero también con el ambiente más sórdido y viciado de Las Vegas, así como del este de Europa.
Hay dos mundos paralelos en los que habita el prota: un mundo amable, donde reina el buen gusto, los muebles buenos, antiguos, su restauración y cuidado, las obras de arte, la pintura.
Y el otro mundo, el de la orfandad, los servicios sociales de EE UU, el mundo de las drogas y el alcoholismo; de la mafia, del tráfico de drogas y de obras de arte.
Así contado tiene buena pinta, pero el resultado es deprimente: un chico y su amigo que con poco más de 15 años ya se han metido de todo, que nadie los cuida, que se pasan noches y días borrachos y colocados. Tremendo. Y para colmo, las reflexiones del protagonista, que cuando tiene resaca es insoportable.
No está mal, pero tampoco es uno de mis libros favoritos.
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